Cassetes, discos, cartuchos y videojuegos, la gallina de los huevos de oro.
Es interesante observar como los adjetivos que acompañan a los sustantivos suelen condicionar la percepción que de estos tenemos cuando aquellos complementan a una determinada cosa. Unas veces por vicio –hábito made in spain– y otras tantas por ese innato sentimiento de inferioridad que siempre acompaña a nuestra especie, los españoles, pateadores de gallinero y calienta posaderas de patio de butacas, tendemos a calificar todo aquello que tiene que ver con el arte. Vocablos tan manidos como el de “grande” y su contrario, o, “mejor” y su antagónico, o también, y porque no, el de “bueno” y su opuesto, apostillan la mayor parte de las expresiones que tienen relación con alguna manifestación artística. Pongamos por caso el de la zarzuela -al menos una parte de ella-, también llamado “género chico”, ora por sus pretensiones artísticas, ora por la comparación musical con la ópera, un calificativo que muestra esa capacidad que tenemos los “entendidos” para hacer de nuestro arte una comparación permanente. Ahora bien, a tenor de lo expuesto alguien podría preguntar, y con razón, ¿qué tiene que ver todo esto con la música compuesta para los videojuegos?, pues mucho si se observa la evolución musical de este subgénero que algunos han considerado en llamar menor, por calificarlo de alguna manera.
Desde los albores de la informática doméstica allá por los primeros años de la década de los 80, donde los ordenadores personales -de cassete, cartucho o disco de 3 1/2- como el Spectrum, el MSX o el Amstrad recogían las primeras composiciones musicales, la evolución de este género ha sido tan grande que hablar de menor o mayor para definir a esta nueva gallina de los huevos de oro me parece a día de hoy una soberana estupidez. No obstante, sí miramos con cierta nostalgia crítica aquellos primeros años de creación e investigación, donde la música se escribía utilizando pentagramas binarios y melodías monocromáticas, lo cierto es que estas composiciones han quedado desfasadas. Como olvidar la reinterpretación que Paco Menéndez, considerado uno de los mejores programadores de videojuegos de España en la llamada edad de oro del software español, y el equipo creativo de Opera Soft hicieron de la sonata para flauta BWV 1033 de Johann Sebastian Bach
para recrear la historia detectivesca, basada en la obra “El nombre de la rosa” del desaparecido Umberto eco, que acontecía en “La abadía del crimen”, la videoaventura gráfica más importantes de cuantas se realizaron en nuestro país; o aquellas frenéticas melodías que la factoría Konami creo para musicalizar su maravilloso “Nemesis”, el videojuego de MSX más popular y adictivo que programó la compañía nipona.
Mucho ha llovido desde entonces, demasiados inviernos e innumerables cambios conceptuales –económicos, sociales, psicológicos e incluso filosóficos- han llevado a la rentable industria del videojuego a posicionarse en el lugar más alto de la pirámide comercial de nuestra época. Imagen feroz del capitalismo, el videojuego, como empresa, ha dado un salto de calidad tan grande que sus producciones nada tienen que envidiar a las realizadas por la industria cinematográfica de hoy. Miles de reservas, colas kilométricas para adquirir un nuevo ejemplar y una desmedida ansiedad fanática por ser el primero en disfrutar de las excelencias de este o aquel videojuego son algunas de las características que definen o radiografían al nuevo usuario de este género.
De todo lo anterior se desprende una sencilla cuestión que define la situación por la que atraviesa en la actualidad esta industria, a saber, ¿puede considerarse un género menor los videojuegos actuales?, la respuesta es, rotundamente ¡no!, hay, por así decirlo, demasiada pasta en juego como para considerarlos de segunda o tercera categoría.
Una de las características que los hace jugar en primera división es la contratación de músicos -con un caché muy elevado- pertenecientes al séptimo arte. Exceptuando a los compositores que escriben única y exclusivamente para este género, como son Jeremy Soule –Dungeon Siege, Warhammer; Mark of Chaos-, Inon Zur –Men of Valor, Crysis– o en los últimos años nuestro Oscar Araujo –Castlevania: Lords of Shadow-, lo cierto es que son varios los músicos que han probado suerte en este atractivo medio obteniendo resultados muy dispares. Quizás sea el sobrevalorado Michael Giacchino y su premiada Medal of Honor.
quien se aventuró de la mano de Steven Spielberg a componer de una forma más continuada partituras que mostraban el cambio que se estaba produciendo en la nueva forma de afrontar la programación y comercialización de estos videojuegos de última generación. Grandes orquestas, solistas y un espectacular despliegue de medios técnicos se daban cita en cada nueva producción. A partir de aquí fueron muchos los músicos que acabaron enredados en esta tela comercial y creativa, algunos con fortuna, como el genio japonés Joe Hisaishi –Ni no Kuni-,
y otros, con más pena que gloria, como Mark Mancina –Sorcery– o Hans zimmer –Crysis 2-, dos de los fundadores de la compañía mediaventures. Además de los citados también se podría mencionar a músicos tan contrastados como el escocés Patrick Doyle –Puppeteer– o el oscarizado Howard Shore –Soul of the Ultimate Nation-, dos de los compositores más originales del panorama internacional. Pero si hay en la actualidad un músico diferente, único e irrepetible que también se atrevió a coquetear con los videojuegos, ese es Mike Oldfield, el genio de Reading que en el año 2002 lanzó al mercado su Music Vr, un proyecto 3D en primera persona concebido para jugar con una multitud de individuos al mismo tiempo. Oldfield compuso para esta original y extraña aventura con tintes surrealistas una banda sonora.
que explora lo mejor de su amplio repertorio, un collage repleto de guitarras, teclados y percusiones que a través de su personal estilo describía un mundo diseñado por el mismo. Más allá de los resultados comerciales, que poco importaban al músico inglés, lo más interesante de este proyecto audiovisual fue comprobar que Mike Oldfield seguía buscando nuevos territorios donde desarrollar su ilimitado talento.
Ya sea con una cassete, un cartucho o un disco de 3 1/2, la música ha sido garante de esta evolución que durante décadas ha ido conformando la realidad de un género que en la actualidad mueve millones de dólares, testigo de este profundo cambio estructural que afecta a todos los niveles, de ahí que la música, al igual que otros estamentos de la producción se hallan visto afectados por la nueva forma de entender la comercialización del videojuego, la nueva gallina de los huevos de oro.
Antonio Pardo Larrosa